Por Eliván Martínez Mercado
Centro de Periodismo Investigativo
La agrónoma Iris Pellot caminó hasta un llano pelado por herbicida. Sólo sobrevivían filas de maíz modificado genéticamente para resistir este agroquímico.
Con gafas de seguridad, botas de cuero con punta de acero y una barriga de cuatro meses de embarazo, se presentó a trabajar con cultivos de la multinacional Monsanto en el pueblo de Isabela, al noroeste del epicentro transgénico de Puerto Rico. Sus manos rozaron las plantas como en otras ocasiones, pero ese día se le marcaron líneas rojas en la piel, como si la hubieran azotado con una varita en llamas.
Pellot levanta la cara cogiendo aire, se rasca el cuello como si aún le picara la garganta, y regresa en la memoria a ese episodio de 2010. Le estallaron la comezón por todo el cuerpo, la tos y el silbido en los pulmones. Se acostumbró a mirar, en el retrovisor de la guagua del trabajo y el espejo del baño, sus labios hinchados, las orejas inflamadas y los ojos enrojecidos.
“Era normal verme desfigurada como un monstruo”, dice Pellot al repasar los efectos de la condición alérgica que le diagnosticó el médico. Iris tenía 31 años, pero el examen del neumólogo reveló la capacidad pulmonar de una anciana de 94.
En 2015, especialistas de la Corporación del Fondo del Seguro del Estado (CFSE), que atiende a ciudadanos que han recibido accidentes en el entorno laboral, le diagnosticaron condiciones alérgicas y respiratorias por “exposición a vapores o humos”, reconociendo que Pellot había recibido un daño en su trabajo.
Un total de 185 empleados de las semilleras multinacionales mantienen casos abiertos ante la CFSE, de los cuales 23 han sufrido síntomas similares a los de Pellot, según la oficina de prensa de la agencia gubernamental.
Cuando Pellot trabajaba con Monsanto en tierras públicas de la Estación Experimental Agrícola de Isabela y en fincas privadas de la multinacional, Puerto Rico ya era el principal centro con permisos para experimentos con transgénicos en todo Estados Unidos y sus territorios.